Observó una por una las tramas del empapelado en las
paredes, el juego de té sucio en el extremo de la habitación, la vieja foto mal
colgada del niño de apariencia fantasmal, el movimiento que Santiago hacía con
los labios luego de cada pitada y como la mano de Camille peinaba el cabello de Nazareno.
Decidió salir a caminar, visitar a sus viejos amigos solía
aburrirlo. Tomó su bufanda y abrigo… revisó los bolsillos: dos o tres billetes
abollados, alguna que otra moneda y la envoltura de un capitán del espacio lo
acompañaron esa tarde fría de Mayo.
Nada le parecía más sublime y liberador que oír hojas secas
pisoteadas contra el asfalto. Deleitó aquel sonido durante diez largas cuadras
hasta llegar al parque. Se sentó en el mismo banco donde solía comer algodón de
azúcar con su madre todos los viernes al salir de la escuela cuando era niño.
Luego de su muerte visitaba ese parque por lo menos una vez
por semana y repetía ese viejo ritual en soledad, pensando en su niñez,
recordando con melancolía a la mujer que más lo amó (quizá la única).
Resultaba una imagen extraña para quienes lo veían con los
dedos enchastrados de azúcar y su apariencia adulta. Era un hombre alto de
cuerpo robusto, barba despareja, enormes anteojos que parecían heredados de un
tío abuelo y siempre vestido con un largo tapado que ocultaba su figura. Un
hombre solitario, joven (pero con un espíritu cansado) y silencioso observador.
Sentado allí, frotando sus manos para calentarlas un poco,
descubrió en el bolsillo del interior de su abrigo un libro. Arrancó la primera
hoja en blanco, hizo una pequeña grulla de papel, la dejó a su izquierda (como
si ésta lo estuviese acompañando) y comenzó a leer. Segundos, minutos y horas
que pasaron velozmente, quedaron entre las hojas de “Frascos de mermelada” y al
ver que se aproximaban las oscuras siete de la tarde del otoño, se enroscó
la bufanda y emprendió la vuelta a casa.
En el camino recordó la grulla, pensó en China, lo que lo
llevó a recordar a la asiática de tetas grandes de la triple X que miró el
sábado. Porque en eso se basaban sus fines de semana hace casi dos meses desde
que su novia lo dejó: cerveza, porno y paja. Se rió e hizo una mueca diciéndose
por lo bajo: “sos un tipo patético”.
Lucila J.
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